Existe el tópico, atribuido al premio Nobel de Literatura George Bernard Shaw, de que la juventud y, sobre todo, la adolescencia son una enfermedad que se cura con el tiempo. La rebeldía, la búsqueda de identidad, los problemas asociados a la imagen y a la autoestima; el despertar sexual o los problemas afectivos, son factores que han hecho siempre considerar esta etapa como un período maravilloso, pero a la vez turbio de la vida, que se supera con la entrada en la madurez. Sin embargo, en los últimos años, existe la tendencia de analizar esta etapa como una enfermedad que precisa terapia, o para la que, en el peor de los casos, no existe cura. Así se cuenta en la literatura, en los medios de comunicación o en el cine, como sucede en la renombrada serie británica Adolescencia. En ella, se muestran las consecuencias más nocivas de la sobreexposición a las redes, de la falta de control o de la banalización del mal, llevando a muchos a hacer una enmienda a la totalidad a todo el sistema educativo, a la red familiar, a las autoridades y a la sociedad en su conjunto. Cierto es que el universo digital, la tiranía de la imagen y la falta de acompañamiento están complicando los problemas asociados a esta etapa de la vida. La soledad, la frustración, el miedo al rechazo, o la sobreexposición a la violencia virtual están aumentando los conflictos internos y externos y problemas de salud mental, al tiempo que se han disparado los índices de suicidio como el sucedido estas semanas en Sevilla, con la niña de 14 años, Sandra Peña, a causa, presuntamente, del acoso de algunas niñas del centro.
Este caso, fuera de la ficción, ha puesto sobre la mesa, desde la más cruda de las realidades, la responsabilidad de la escuela en la educación integral de los alumnos. Porque, tras el suicidio de la niña, parece estar, por un lado, el bullying; y, por otro, la supuesta dejación del centro, que, al parecer, no hizo nada para prevenir y controlar que este acoso acabara llevando a la niña al límite.
A falta de saber realmente lo que pasó porque el caso está en proceso de investigación, cabe preguntarse si son los docentes o los centros educativos los responsables de la gestión del estado emocional de los alumnos; si se pretende convertir la escuela en un “espacio terapéutico”, como lo califica la pedagoga Bianza Thoilliez, frente a la misión educativa tradicional que debería tener, que es la de ser portavoz de saberes; si se está obligando al docente a vivir en un estado de alerta permanente para implementar o controlar el cumplimiento o la activación de protocolos de todo tipo; o si se ha hecho sucumbir a la escuela a esa inercia cada vez más frecuente de patologizar la vida de los adolescentes, imponiéndole la responsabilidad de su sanación y su terapia.

Eva Vázquez y José Fernando Juan Santos durante la grabación de La Gran Pregunta el día 16 de mayo
Uno de los programas de La Gran Pregunta, de TRECE, abordó algunas de estas cuestiones, con la ayuda de padres, educadores y expertos en salud mental. Pero también participaron los propios protagonistas, los adolescentes, que respondieron, con honestidad y sensatez, a sus miedos e inquietudes. Entre ellas, Blanca Cabria, una joven de 19 años, estudiante de Gastronomía, que, después de su experiencia por ella misma, se plantea retrasar para las generaciones que la siguen el uso del móvil a los 15 años. Considera que la conexión temprana ha generado multitud de problemas a jóvenes como ella, les ha aislado más y les ha hecho más vulnerables. Así lo constató también la psiquiatra infantil y de la adolescencia en el Hospital Niño Jesús Beatriz Martínez Núñez, que atiende en sus consultas a niños con problemas de conducta y adaptación. La OMS habla de que uno de cada siete niños de entre 10 y 19 años padece algún trastorno mental, que es causa del 15% de la carga mundial de morbimortalidad entre los adolescentes. Para la doctora, uno de los motivos de sus patologías es el aislamiento al que se ven sometidos por las pantallas, pero también por el cambio de nuestro modo de vida. Las redes familiares se reducen y hay menos acompañamiento diario para ayudarles en ese discernimiento del bien y el mal. Según explicó, por su parte, el profesor José Fernando Juan Santos, educador, escritor y profesor de Filosofía y Religión en el Colegio Amorós de Carabanchel, (Marianistas), esta es la edad en la que surgen más preguntas trascendentales; en la que el corazón empieza a cobrar mucha más importancia en cualquiera de sus formas; y en la que hay más necesidad de escucha y de vida espiritual. Y es ahí, precisamente, donde hay que estar más alertas para ayudarles a descubrir que los actos tienen consecuencias y que le hacen a él mismo vivir de una determinada manera.
Para la educadora Eva Vázquez, mentora y desarrolladora de un programa de acompañamiento para ayudar a jóvenes y adolescentes a fortalecer su autoconfianza, es clave en esta etapa el tiempo, la paciencia y el amor para tornar la desconfianza y el miedo en seguridad. De esta manera, la adolescencia dejará de ser una etapa que inquiete y angustie a verla como una oportunidad de crecimiento para quien la vive y la acompaña.
