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Pablo VI, el Papa del diálogo

Dr. Juan María Laboa Gallego
Historiador

 

En la historiografía  contemporánea se ha convertido en un lugar común afirmar que el papa Montini fue el papa del diálogo, a causa, fundamentalmente, de su encíclica  Ecclesiam suam, conocida, también, como la encíclica del diálogo. Sobre ella se ha pensado, hablado y escrito mucho, pero en esta ocasión  quisiera dedicar  mi atención y reflexión, de manera especial,  a la actitud personal y al talante de cercanía, de capacidad de integración y de diálogo, de Pablo VI a lo largo de su vida y, sobre todo, durante los quince años de pontificado, que muestran cómo, el diálogo constituyó un rasgo característico de su vida y actuación.

Juan Bautista Montini ejerció a lo largo de su vida sacerdotal tres puestos  significativos, de creciente  importancia y responsabilidad eclesial: trabajo en la Curia romana, arzobispo de la más importante y extensa diócesis europea y Pontífice de la Iglesia universal. Sin embargo, no resulta justo ni sirve al discernimiento adecuado  afrontar el tema que nos ocupa sin tener en cuenta su dedicación de consejero, acompañante  y escucha de los estudiantes de la FUCI, años y labor en los que se esclarece  su talante, su sensibilidad y su capacidad de afecto y cercanía.

En esa labor creativa de formación de mentes y espíritus, que se prolongará en sus relaciones personales a lo largo de su vida, descubrimos una temprana preocupación educadora, de formación de conciencias, muy consciente de la centralidad de la conciencia en el ser humano ya que es en su interioridad donde se produce el encuentro entre la preocupación por la capacidad y la dignidad de todo hombre y su respuesta libre a la llamada de la fe. Porque Montini fue un sacerdote educador de la fe en su sentido más profundo. Tengamos en cuenta también que en toda ocasión y de manera neta en la “Populorum progressio”, al tema de la pobreza , de las enfermedades  y de la carencia de instrucción de los seres humanos, unió la defensa valiente de la libertad y de la dignidad humana.

Montini aportó a los universitarios una relación personal cercana y amistosa, de simbiosis espiritual, tratándoles como amigos con los que  intercambiaba experiencias y reflexiones. Dedicó mucho tiempo al trato directo con los estudiantes: “mi día se reparte en dedicar la mañana a los papeles y las tardes a las charlas[01]… los jóvenes me ocupan mucho, pero me dan el consuelo de trabajar directamente sobre sus conciencias”.  Su amor por estos jóvenes le llevaba a escuchar y a preguntar, a respetar y sugerir. Uno de sus amigos más cercanos, el oratoriano Carlo Manziana, señaló que Montini disfrutaba con la conversación, con la voluntad de colocarse al mismo nivel del interlocutor, con el fin de suprimir cualquier turbación o alejamiento entre ellos.

Él se presentaba en todo momento como el sacerdote amigo y maestro que sugería las razones ideales de la acción, al tiempo que les acompañaba en su vocación propia y en el programa compartido. La vocación propia de estos estudiantes les llevaba a conseguir una cultura religiosa que estuviera al mismo nivel de su cultura profana, de forma que fueran capaces de plantearse cómo podrían abrir la cultura de su tiempo a los valores cristianos y la vida religiosa a la cultura moderna. Montini vivió personalmente esa preocupación y supo inculcarla y modelarla en sus dirigidos.

 Para conseguirlo, don Juan Bautista practicó en todo momento el diálogo intenso interpersonal, ayudándole su sensibilidad por la cultura contemporánea, sobre todo, la francesa. Trataba a los universitarios con cercanía, respetaba su libertad, les presentaba el ideal cristiano, pero les animaba a ser ellos quienes personalmente elaboraran su camino. Nello Vián había tratado poco con él cuando se fue a los Estados Unidos para estudiar durante un año un curso de Archivistica. Desde allí escribió una carta a Montini expresando el deseo de que fuese su director espiritual. Este le contestó enseguida aceptando la propuesta, pero  indicó al joven universitario que deseaba señalarle desde el inicio que debía sentirse absolutamente libre  de suspender en cualquier momento su confianza y de tutelar como mejor le pareciese los intereses de su alma, sin perder por ello su amistad.[02]. Vián se convirtió en su discípulo y amigo hasta el final de su vida.

Montini, introvertido, que guardaba espontáneamente las distancias, que mantenía un silencio interior profundo, no resultó en ningún caso un protagonista o un interlocutor indiferente. Los universitarios se sorprendían por su estilo y personalidad que a muchos consiguió cautivar. Los fascistas desconfiaban profundamente de su talante y libertad  de la misma manera que desde el principio los franquistas desconfiaron de él. El P.Gemelli, fundador de la Universidad Católica, potente y prepotente, le atacó en alguna ocasión sin nombrarle y entre los universitarios algunos no le siguieron por su claridad y exigencia. Tras unos meses de desencuentros, presentó su dimisión porque no le respaldaron ni Pizzardo, arzobispo Consiliario General de la FUCI ni el cardenal Vicario de Roma, prevenidos y recelosos , entre otras razones, porque no le sentían de los suyos y por su cercanía  al pensamiento político mariteniano. En una Iglesia italiana politizada, preocupada por la situación del Vaticano y por la progresiva disminución de su presencia en la vida civil y política, Montini defendió desde su juventud una neta distinción  entre los roles eclesiales y los políticos. Esta actitud le convirtió en sospechoso para muchos eclesiásticos, sobre todo, curiales[03], pero iluminante y renovador para la mayoría. La dirección espiritual de Montini supuso, pues, en la FUCI una sólida formación religiosa, litúrgica y cultural, y un desapego de la política partidista, aunque la grave situación política entonces existente hacía difícil no tomar posturas tradicionales.

En su vida, en su pensamiento y gobierno no estuvieron presentes ni el integrismo ni la intolerancia, motivo de su expulsión de Roma y del rechazo sufrido por parte de quienes mantuvieron en la curia una visión rígidamente doctrinal e intransigente. Montini se sirvió de medios pobres (las cartas[04], los encuentros personales, las llamadas telefónicas), pero a través de estos medios construyó una tupida red de amistades que duraron indefinidamente. Poseía una fuerza interior increíble y poca presencia exterior buscada. Auténtico hombre de Dios para cuantos le seguían, muchos de los cuales nos han dejado sus testimonios. Esta red de relaciones con tantos jóvenes interesantes, desembocaron en amistades fraternas en todos los ámbitos intelectuales, políticos y eclesiásticos del país. Promovió con éxito una educación y una piedad interior profunda, fundamentalmente cristocéntrica y litúrgica, no inclinada a devociones particulares, con fuerte sentido ecuménico y misionero[05]. “Vale más la comprensión de la oración que los vestidos de seda y vetustos con los que ha sido revestida regiamente. Vale sobre todo la participación del pueblo”, comentó en una de sus audiencias de los miércoles[06].

Quisiera recordar en este momento su intento de diálogo con los miembros de las Brigadas Rojas con motivo del secuestro de Aldo Moro, quien había sido primer ministro italiano y con quien mantenía un afecto profundo. Una carta dramática en la que resplandecen al desnudo su sensibilidad y sentimientos. Es el amigo que muestra su compromiso, cercanía y tristeza, y su capacidad de buscar y encontrarse con autoridad y humildad con los intolerantes y radicales.

 

Curia  Romana

No se puede afirmar que durante los primeros años romanos el trabajo en Secretaría de Estado entusiasmase a Montini, tanto por motivos de salud como por los mismos temas a los que debía dedicarse. Era ciertamente trabajador concienzudo, claramente no buscaba subir puestos en el escalafón ni, aparentemente, se encontraba satisfecho con su dedicación fuera de la labor pastoral directa. Por otra parte, en este ambiente, no encontraba relaciones de amistad que le llenasen, a pesar de que sus superiores, comenzando por Tardini,  parecían estimarle y tuvieran consideraciones con él.  La mayoría de los clérigos con quienes mantuvo estrecha relación pertenecían al tiempo de su juventud, como Giulio Bevilaqua, o a su ámbito universitario, como Guano, Costa, Pelloux, Righetti y otros, algunos de los cuales resultaron importantes en la Iglesia contemporánea italiana. El trato con sus compañeros o superiores de Secretaría era más contenido y formal, y me atrevo a afirmar que mantuvo durante estos años con sus colegas de curia una actitud circunspecta y poco confiada. En realidad, fue poco clerical.

En 1937, Tardini fue nombrado Secretario de la Congregación de los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, y el cardenal Pacelli y el mismo Tardini pensaron que Montini resultaba el más adecuado para sucederle como Sustituto. Conocía bien las tareas propias del nuevo puesto, Pacelli le estimaba y, además, Montini había establecido óptimas relaciones con el cuerpo diplomático . Roncalli le escribió desde Estambul que en el nuevo puesto sería capaz de allanar divergencias, aclarar y dulcificar las situaciones. Y, con frecuencia, esta fue su manera de actuar. En el tema de los sacerdotes obreros, Montini comentó a los representantes de la Misión obrera, con actitud receptiva que no fue la que se impuso en Roma, que “en la situación en la que nos encontramos, resulta necesario correr ciertos riesgos, con el fin de no reprocharnos de no haber intentado todo para la salvación del mundo”[07]

Años más tarde, siendo papa, permitió que se renovase la experiencia y fue siempre valiente al promociona experiencias y métodos pastorales que a muchos parecían arriesgados.

En este mundo vaticano cerrado y no siempre fraterno, Montini mantuvo su culto a la amistad y al trato con intelectuales no siempre bien juzgados por el ámbito curial. Maritain, De Gasperi, Dalla Torre, Bonomelli, la Pira, Fanfani y tantos otros. Algunos de ellos fueron estudiantes en su época de consiliario y con él mantuvieron relaciones de afecto y de sintonía, incluso cuando fueron ocupando puestos relevantes en la sociedad. Todos manifestaban un talante aperturista en política y en lo social. Tardini, manifestando, tal vez, una manera inconsciente de ser y de juzgar, confesó que “Montini siempre ha sido demasiado partidario de los suyos”, pero creo que resultaría más adecuado afirmar que siempre fue fiel a los amigos. En este momento, quiero expresar mi entrañable sentimiento por la amistad y el afecto mutuo entre Roncalli y Montini[08]. La Curia nunca comprendió al primero, pero Montini, tan distinto, siempre le respetó y estimó.  “Cuando pienso en el papa Juan-dijo un día Pablo VI- me acuerdo de un texto que citaba el Padre Bevilacqua. Lo había tomado de un libro de Schwarz-Bart titulado “El último justo”. Un niño hebreo pregunta a un viejo qué debe hacer el justo. Y el viejo, sin vacilar, responde: ¿Pides al sol que haga algo? Se levanta, se pone, alegra su alma. “El Papa Juan se levantó, se puso, alegró las almas. Y ese movimiento de amor ha sido irreversible. No ha tenido más que entrar en su estela y seguir su rastro”[09].

Tras la guerra de España y en plena época fascista en Italia, Montini fue criticado vivamente por la prensa del Régimen que denunciaba “círculos políticos vaticanos, en los que el connubio anti-italiano entre monseñor Montini, conde de la Torre, Gonella, Bozuffi y los embajadores anglo-sajones es conocido y archiconocido a todos”  No resulta, pues, extraño que el embajador español en Roma advierta a su gobierno que Montini no tiene simpatía por el Régimen español, aportando como razón su simpatía demócrata-cristiana. Desde entonces, durante años, los despachos diplomáticos a Madrid hablarán del Montini demócrata cristiano y adversario de España. Sin embargo, aunque conocemos su formación familiar y su evolución posterior favorable a la democracia y al concepto mariteniano del humanismo integral, procuró en todo momento mantener una actitud correcta con el régimen político español, sin faltar a la verdad y al respeto.

Terminada la guerra, el sustituto auspició un partido de católicos autónomo y sin interferencias religiosas con una constitución que promulgara la libertad de conciencia. Este propósito y las amistades señaladas no concordaron con los propósitos del “partido romano” y fueron reprochadas con insistencia por quienes rechazaban la autonomía de los laicos en política y, consiguientemente, la autonomía política de la Democracia Cristiana. El ambiente claramente se enrareció y los contrarios, convertidos a menudo en enemigos, constituyeron un potente grupo de presión antimontiniano cercano a Pío XII: los cardenales Pizzardo, Ottaviani, Tedeschini,  Gedda y sus famosos Comitati Civici, los jesuitas Martegani y Lombardi, el sobrinísimo Carlo Pacelli, la poderosa sor Pascualina Lehnert. Todos ellos consiguieron que se produjese una ruptura entre el Papa y el Sustituto. Era claro que la personalidad de Montini resultaba ajena a su visión de Iglesia, y basta conocer su actuación en este como en otros casos para comprender la clara diferencia de concepción y compromiso social[10].

Fue hombre de afectos y fidelidades permanentes. A pesar de la amargura con que aceptó su alejamiento  de Roma, Pablo VI mantuvo íntegra su admiración y respeto por Pío XII. Al mostrar el concilio su deseo de canonizar a Juan XXIII, el papa Montini decidió introducir conjuntamente las causas de beatificación de ambos papas, defendió en 1965 la actuación de Pio XII en relación con los judíos y abrió el Archivo Vaticano con el fin de defender más adecuadamente su causa.

Admira más todavía su comportamiento con los cardenales, obispos y clero en general que intrigaron en su contra, lo calumniaron y consiguieron su alejamiento de Roma, aprovechándose también de la mala salud del papa. No se trató, naturalmente de motivos doctrinales ni de comportamientos morales sino de envidia y estrechez de miras, de distintas visiones políticas y de anacrónicas concepciones de la ubicación de la Iglesia en la sociedad. Pues bien, no solo no tuvo rencor ni los marginó sino que, una vez en el supremo poder, prolongó sus mandatos y les trató con consideración y generosidad .Durante su pontificado, visitó cada verano, hasta unos días antes de su muerte, la tumba del cardenal Pizzardo, en la parroquia de Castelgandolfo, a pesar de cómo éste se comportó con él antes de enviarle a Milán.

En todos los casos, con personalidades tan diferentes como Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI, la Curia siguió mostrándose como una maquinaria poderosa e inhóspita y capaz de aparentes mutaciones con el fin siempre de no cambiar. Resulta interesante en este sentido leer el diario personal del P.Lombardi, las reflexiones de Tardini y el libro de Andrea Riccardi.

 

Arzobispo de Milán

Fuese un premio o un castigo su nombramiento para la diócesis de Milán, la más grande del mundo, Montini se encontraba vigilado tanto por quienes le admiraban como por cuantos le detestaban, incluso atribuyéndole fallos doctrinales, y hoy podemos comprender cómo todas las expectativas existentes, no siempre coincidentes, iban a encontrarse con un obispo que estaba dispuesto a ser solo un obispo dedicado a las exigencias pastorales. En cualquier caso, en aquellos años de declive del pontificado pacelliano, tres obispos marcaban las esperanzas de los católicos italianos: Roncalli en Venecia, Lercaro en Génova y Montini en Milán, tres personalidades bien diversas, pero unidas por un comprometido sentido de lo religioso y de lo eclesial que respondía a las necesidades y expectativas contemporáneas.

El nuevo arzobispo mantuvo un estilo episcopal de escucha a todos sin excluir a nadie, con un talante que demostraba su profundo respeto y delicadeza para con toda clase de fieles, sin dejarse arrastrar por el ímpetu personalista, ni por el  intervencionismo clerical, sobre todo cuando decidía cambiar el cargo de las personas o las líneas de actuación. Transmitió siempre un sentimiento de paterna solicitud y acogida, sin atisbo de paternalismo, capricho o autoritarismo[11]

 A los dos años de su toma de posesión anunció a la diócesis la celebración de una misión general a la que invitó a centenares de predicadores, muchos de ellos conocidos por su valentía y claridad de expresión, con una actitud abierta, tanto para las personas como para los temas. Tal vez no resultó un éxito clamoroso (¿era posible?) pero demostró su capacidad de comprensión y diálogo con posturas sociales y eclesiales no siempre comprendidas en ámbitos clericales.

A Montini le acompañó la acusación de ser filomodernista, como algunos decenios antes al joven Roncalli, pero hoy comprendemos que en realidad con esta acusación querían decir que ambos tuvieron la preocupación de que la Iglesia estuviese presente en la vida de los hombres a través de la evangelización. En setiembre de1958 afirmó que “ la ortodoxía  crea a los alejados y parece que les cierre la integración en el rebaño de Cristo.  Sin embargo, en torno al rebaño doctrinal de Cristo se desenvuelven y se prolongan los caminos del arte pastoral. El buen pastor no se contenta con estar dentro del rebaño, sino que si observa que a su rebaño falta la unidad, toma el camino y dirige la búsqueda. La ortodoxia no consigue su espíritu si no es participado por todos. La ortodoxia que es, por definición, separación y rechazo de quien no la acepta, no permite que se abandone a quien la ha abandonado. No justifica la inercia, no provoca suficiencia y orgullo, se entristece por la separación y permanece esperando y buscando. Los confines de la ortodoxia no son los de la caridad pastoral”. Recordemos hoy al papa Francisco cuando nos invita a salir del rebaño cuando sea necesario cuando resulte necesario para comprender y acoger a los alejados.

Su carácter y su capacidad integradora se manifiestó con frecuencia en momentos importantes de su vida. Señalo este párrafo al final de su intervención en la semana Nacional de actualización pastoral: “Esta caridad pastoral es la primera en remover los obstáculos, desea allanar los caminos; se muestra siempre dispuesta a conversar, siempre con ánimo vigilante y materno(…) No mantiene posturas cerradas e impenetrables, ni vocifera con amenazas o  anatemas ni muestra una indiferencia autosuficiente que sean capaces de alejarle de un mundo que no comprende y no la quiere”[12].

Se trataba de un programa que fue, también, el de su pontificado, consciente de los límites de la presencia de la Iglesia en el mundo, pero también convencido de la necesidad de una actitud pastoral amorosa, abierta y comprometida.”La Iglesia se coloca en el terreno de la colaboración, de la complementariedad, de la armonía, de la solidariedad”[13]. Algunas decisiones pastorales resultaron elocuentes y programáticas, por ejemplo su interés y preocupación por la Bassa Milanesa, es decir, la zona más deprimida de la diócesis, la más pobre, con una fuerte presencia comunista, a la que los sacerdotes acudían con poco ánimo, por su dificultad y su pobreza. Para Montini se convirtió en una “frontera pastoral misionera”.

Animó a sacerdotes y jóvenes a trabajar con creatividad y coraje en este terreno. Aconsejaba a sus sacerdotes a que no utilizaran el sarcasmo en ningún caso, que nunca llevaran a los suyos a enfrentarse con los otros, que cuando atacasen el mal denunciaran los motivos y las consecuencias pero no las personas implicadas.”Nunca dirijamos palabras ofensivas a las almas, porque deseamos salvar las almas, llevarlas a Cristo y no alejarlas de él”. Consecuente con este talante, en más de una ocasión, cuando dirigía una invitación a los alejados comenzaba pidiéndoles perdón, tal como lo harán más tarde Juan Pablo II y Francisco. Esta actitud de cercanía y comprensión se topó, como era de prever con el rechazo del mundo comunista, pero, también, con la frialdad de la alta burguesía, más difícil de comprender y de explicar.

No fue en ningún momento un iluso o un optimista superficial, sino que, por el contrario, demostró conocer bien un mundo en el que su laicidad se convertía, a menudo, en una laicidad descristianizada, pero, sin embargo, siempre confió en la capacidad regeneradora de la caridad. No como contrapunto a lo afirmado sino como compender actitudes que, a veces, resultaban de difícil armonización o integración, debemos considerar que esta postura sincera de acercamiento y diálogo podía encontrarse en su misma persona con una concepción y estructura fuertemente vertical de la autoridad jerárquica y del ministerio de autoridad  decididamente ejercida. En una ocasión escribió a Vittore Branca, insigne jurista y presidente de la Corte Constitucional, dirigido suyo en la FUCI: “La búsqueda paciente, asidua, inteligente, de la verdad debe guiar las mismas silenciosas obras de caridad”[14]. Tema arduo desde san Agustín el de compaginar sin disminuirlas la caridad y la verdad.

A nosotros españoles la sutileza de la política italiana durante los años cincuenta y sesenta resulta difícil de seguir, y más difícil de comprender aún la intromisión de los obispos italianos y, sobre todo, de la Santa Sede, en la elaboración política de los católicos, de manera especial, de quienes eran de la Democracia Cristiana, protegiendo, a menudo, a los extremos conservadores y condenando a los más posibilistas y renovadores. Volvemos a encontrarnos con Ottaviani, Pizzardo, Parente, Ronca y otros más que desde su estrechez de miras y confusión eclesiológica fueron condenando a aquellos teólogos, filósofos, políticos y sacerdotes que intentaban perfilar una Iglesia, una sociedad y un pensamiento político capaz de dialogar con otras aspiraciones y talantes cada vez más presentes en la sociedad. Montini fue uno de los grandes dañados por esta actitud soberbia en su seguridad, capaz de perseguir, castigar, anatematizar, utilizando y dañando la autoridad de la Iglesia que siempre debe estar del lado de la fraternidad y la justicia. Dañado pero ejemplar en su coherencia y perseverancia, en sus diversos puestos, hasta el final de su vida.

Resulta sorprendente la entereza de Montini , su capacidad de ser obediente  y serenamente coherente consigo mismo, en unos años en los que gobernaron la maquinaria eclesial, quienes eran menos perspicaces, menos preparados y, desde luego, menos humildes que él. Mostró humildad, paciencia y sumisión, pero nunca renunció a sus convicciones y elecciones fundamentales.

 

Pablo VI y el Concilio

Antes de afrontar el tema, me resulta preciso tener en cuenta y reflexionar sobre lo que escribe en su diario pocas horas después de su elección: “El cargo es único. Acarrea una gran soledad. Yo era solitario antes, pero ahora mi soledad es total y sobrecogedora. De ahí el aturdimiento, el vértigo. Como una estatua sobre un pedestal, así vivo ahora. Jesús estaba solo en la cruz. Sabemos que expresó su desolación exclamando Eloi, Eloi.  Mi soledad se agravará. No necesito temer: no debo buscar la ayuda externa que me absuelva del deber; mi deber es planear, decidir, asumir todas las responsabilidades guiando a otros, incluso cuando eso parece ilógico y quizá absurdo. Y sufrir solo.  El consuelo de confiar en otros será una realidad desusada y discreta: las profundidades del espíritu  perduran en mi fuero interno. Yo y Dios. El coloquio con Dios debe ser pleno e infinito”.

Al día siguiente de clausurar el concilio, escribe en sus apuntes personales: “Deo gratias. Ayer: Deo gratias. Nunc dimittis? Ahora: un nuevo período tras el concilio. ¿N0 ha terminado nuestro servicio? (…) La tentación de la ancianidad: reposar (…). Pero para un siervo, un siervo, de Cristo, no existe este reposo. Menos todavía para mí: “siervo de los siervos de Dios”. “Amó hasta el final”.  Pero, ¿Dónde las fuerzas? Dónde la claridad de juicio?  Dónde la acción justa? (…) Tal vez el Señor me ha llamado y me mantiene en este servicio no porque tenga aptitudes ni con el fin de que salve a la Iglesia de sus presentes dificultades, sino para que yo sufra algo por la Iglesia y aparezca evidente que es El y no otros quien la guía y la salva”.

Son dos textos que revelan dramáticamente la personalidad del papa Montini y su actuación en momentos clave de su pontificado. El diálogo parte de quien es consciente de la situación en la que se encuentra y del puesto que ocupa. Este ser humano es muy consciente del cargo que ejerce y de la autoridad que posee. No se trata, obviamente, de soberbia ni de autocomplacencia, sino de una comprensión de su cargo que difícilmente encontramos tan nítidamente expresado por otro pontífice. Desde joven es consciente de su debilidad y limitaciones tal como él lo reconoce tanto en su labor con los universitarios como al llegar a Milán  o ser elegido para el pontificado, pero eso no amortigua en ningún caso la defensa firme de sus convicciones y decisiones en su permanente diálogo con las personas y con el mundo.

Parece claro que Pablo VI no gozó del sentido de autoironía, tal como la tuvo Juan XXIII, sentido que probablemente hubiera mitigado algún momento dramático y algunas actitudes de aflicción ante problemas de su pontificado.

En cualquier caso, conviene tener en cuenta esta concepción del pontificado por parte de Pablo VI cuando repasamos su escucha, acogida y diálogo en y con la Iglesia, en y con el mundo. En su larga entrevista con Guitton comenta: “el diálogo presupone igualdad (…), no en la posición, en la preparación, en la autoridad, en la edad, en el talento o en el genio, sino en el común amor por la verdad”[15]

Restituyó a los turcos la gran bandera de Alí Pasciá, conquistada por la flota cristiana en 1571, pero no dejó por ello de conmemorar la gran batalla de Lepanto; supo compaginar la firmeza en los principios con su disponibilidad de diálogo en la condena de los sistemas ideológicos que niegan a Dios y oprimen a la Iglesia, sistemas identificados, a menudo,  con los regímenes económicos, sociales y políticos, especialmente el comunismo ateo (Ecclesiam suam). Esta actitud desembocó en lo que llamamos Ostpolitik, a pesar de que muchos católicos del Este no se mostraran entusiamados con la idea.

La atención a las personas continuó inspirando a Pablo VI un estilo de gobierno señalado por el respeto y la fraternidad. Rechazó las condenas de las personas, no exasperó los contrastes, se esforzó por mantener abierto el diálogo, buscó la comunión vivida con los obispos, aunque parece que algunos de sus ejecutores endurecieron sus orientaciones, debilitando el clima de confianza buscado por el papa; lo cual pone el problema de las relaciones del papa con sus colaboradores.

Durante las tres sesiones que Pablo VI presidió se dio una cierta falta de comunicación entre el papa y el concilio. La confirmación del cardenal Cicognani como secretario de Estado y como presidente de la comisión de coordinación, es decir los dos puestos más influyentes del concilio, y de Felici como secretario del Concilio contribuyó decididamente a esta situación de alejamiento y desconcierto. Hay que tener en cuenta un aspecto pintorescamente anacrónico: a pesar de que la distancia existente entre el aula conciliar y el palacio apostólico es de unas decenas de metros, las relaciones directas entre el papa y los diversos actores del concilio fueron casi inexistentes. El número y la naturaleza de los intermediarios y, a veces, el desconocimiento de si verdaderamente lo eran y, por otra parte, el lenguaje empleado (viene del tercer piso, de la autoridad superior, de “lo alto”, “sugestiones benévolas autoritativamente expresadas”) resultaban expresiones que, dado que no parecían referirse directamente a Dios, creaban desconcierto y dudas en más de una ocasión. ¿Si hablaba el teólogo Carlo colombo, era el papa quien hablaba? Cuando el papa expresaba una opinión, ¿se trataba de una sugerencia, una opinión o un mandato? ¿Llegaban al papa los deseos, mensajes y opiniones de los obispos? No siempre resultaba fácil de comprender las intenciones reales del papa ni el grado de distorsión de su pensamiento a través de sus intermediarios.

Cicognani y Felici no pertenecían, ciertamente, al ala renovadora y en más de una ocasión utilizaron su situación para favorecer a quienes pensaban como ellos o, más simplemente, para afianzar sus deseos y opiniones. ¿Era consciente el papa de estas dificultades? Obviamente, a menudo, contactaba directamente y recibía semanalmente a los moderadores, tres de los cuales representaban a la mayoría conciliar, pero no se puede olvidar que el filtro permanente, la ultima opinión o interpretación escuchada por y del papa, correspondía a los dos personajes citados que, por otra parte, no compartían ni la misma sicología ni las mismas opciones.

Conviene tener en cuenta, también, la sicología y las convicciones personales de este papa, siempre dispuesto a escuchar y permanecer cercano, pero atento también a que las decisiones conciliares no contraviniesen sus convicciones más íntimas. Él no fue un teólogo especulativo y, por temperamento, sensibilidad y cultura, no pertenecía al mundo de Ottaviani, Felici o Ruffini, pero, probablemente, no pocas inclinaciones mentales y ambientales le hacían receptivo a algunas preocupaciones de la minoría en todo aquello que consideraban ajeno a las tradiciones, ortodoxia y primacía romana tal como la imaginaban ellos. En muchos sentidos, se encontraba cercano a Suenens, König, o Léger, pero da la impresión de que a medida que pasaron los meses fue matizándose sino esfumándose esta inicial cercanía, sin que ello significase de ninguna manera que abandonaba su ambición renovadora.

Resulta ya una costumbre el afirmar que existen dos períodos bien diferenciados en el pontificado de Pablo VI antes y después de la Humanae vitae. Sin embargo, no creo que resulte exacta esta división neta: los primeros años resultan sin duda efervescentes y creativos, con una serie ininterrumpida de reformas, nuevas medidas e instituciones que traducen el Vaticano II a la vida diaria de la Iglesia. La “Humanae vitae” constituyó sin duda un punto sin retorno, sobre todo, debido a las negativas reacciones de obispos y fieles. Pareció que el pontificado se detenía. Sin embargo, el juicio debe ser muy matizado. Quedaban diez años ricos en numerosas iniciativas  muy positivas para la vida de la Iglesia, entre las cuales debemos recordar, en el campo moral, su oposición rotunda a la guerra del Vietnam, al aborto, a la violencia y a la condena de muerte.

No creo que haya habido en la historia de la Iglesia un papa que haya favorecido tan drásticamente la renovación eclesial. A treinta años de su muerte, sin embargo, algunos siguen preguntándose si fue suficiente y si era lo que esperaban la mayoría de los obispos, aunque Martina, buen conocedor de este momento apasionante, asegura que Pablo VI aparece como el elemento que consiguió un más rápido y seguro final de una intensa crisis de desarrollo eclesial, que dio mayor seguridad, serenidad, rapidez y eficencia a los trabajos y determinaciones conciliares. De todas maneras, resulta claro que al inicio de su pontificado Pablo VI estaba de acuerdo con la mayoría conciliar en que había que tratar adecuadamente la eclesiología de comunión, la revalorización del episcopado, la reforma litúrgica, el ecumenismo, el movimiento bíblico, la libertad religiosa y el diálogo con el mundo, temas que constituyeron los logros más significativos del concilio.

Al iniciar la tercera sesión conciliar, Pablo VI explicó a los obispos reunidos en San Pedro su actuación pasada y futura: “ Porque si a Nos, como sucesor de Pedro y , por tanto  en posesión de la plena potestad sobre toda la Iglesia, compete el oficio de ser, aunque indigno, vuestra Cabeza, esto no es para defraudaros de la autoridad que os compete; somos, por el contrario, los primeros en venerarla. Si nuestro oficio apostólico nos obliga a poner reservas, a precisar términos, a prescribir formas, a ordenar modos en el ejercicio de la potestad episcopal, esto es, vosotros lo sabéis, para el bien de la Iglesia entera y para la unidad de la Iglesia, tanto más necesitada de una dirección central cuanto más vasta se hace su extensión católica, cuanto más graves son los peligros y más urgentes las necesidades del pueblo cristiano en las diversas contingencias de la historia y, podemos añadir, cuanto más expeditos son hoy los medios de comunicación. Esta centralización, que será siempre moderada y estará compensada con una continua y atenta distribución de oportunas facultades y de útiles servicios a los pastores locales, no es un orgulloso artificio; es hermanos, un servicio, y la interpretación del espíritu unitario y jerárquico de la Iglesia es el ornamento, la fuerza, la belleza que Cristo le prometió y le sigue concediendo a través de los tiempos”[16].

En septiembre del 64 el cardenal Larraona le envió una carta, firmada por unos sesenta cardenales, obispos y superiores generales, que ciertamente exasperó al papa. Tras exigirle que suspendiese la tramitación del esquema  (“La aprobación por parte del summo Pontífice de tal esquema- aunque se diese la mayoría exigida, nos resulta impensable”), se atreve a afirmar que “la doctrina contenida en él solo puede desconcertar profundamente y causar crisis tremendas en el seno de la parte más sólida y más fiable de los teólogos y del pueblo, sobre todo en los países de tradición católica…” A esta siguió, al día siguiente otra carta del mismo Larraona, tal vez, más nerviosa y atrevida, igualmente irritante para el papa, a quien, según sus notas autógrafas, le hicieron sufrir.

Pablo VI le contestó con una carta serena y firme:”Tenemos razones para creer, de cuanto se nos ha dicho, que el envío de este documento se debe a su iniciativa, Señor Cardenal, y que no todos la que han firmado han tenido un meditado conocimiento. Tras asegurarle que había hecho cuanto era necesario para que la preparación del esquema fuera conforme a la sana doctrina, le asegura que “la redacción no ha sufrido de las presiones y maniobras, a los que su escrito atribuye su origen!. (…) y que convendría que ellos consideraran que calamitosas consecuencias puede tener una actitud tan contraria a la mayoría del episcopado y tan calamitosa para el éxito del concilio y para el prestigio de la Curia Romana”. Resulta difícil comprender cuánto influyeron en su ánimo estas presiones y chantajes repetidos por una minoría que no dejó de manejar los hilos del poder de la curia. Es verdad que sus palabras a los miembros de la curia y sus decisiones reformaron la organización y las personas del mundo curial, pero a su muerte da la impresión de que la minoría conciliar seguía siendo fuerte, aunque los miembros fueran otros. Recordemos las palabras del papa Francisco dirigidas más recientemente a la Curia y su paciencia infinita para con colaboradores suyos que ni le comprenden ni le estiman.

El papa intervino numerosas veces en el debate conciliar, a veces, desconcertando a la mayoría conciliar. Nunca participó como un obispo entre obispos, aunque fuera su cabeza, sino que muy pronto llegó a la conclusión de que solo a él, como titular de la Iglesia universal, correspondía la defensa de la Iglesia, tal como lo demostró promulgando innumerables decretos que regularon las decisiones conciliares, de manera especial la creación del sínodo de los obispos y su configuración. Por otra parte, los documentos conciliares por sí mismos no podían promover el cambio. Era necesario aplicar el concilio y traducirlos a términos prácticos y no cabe duda de que dedicó gran parte de su pontificado a renovar la Iglesia según las grandes líneas del espíritu conciliar.

A menudo, Pablo VI tuvo que emplear su innegable capacidad dialogante y toda su autoridad para conseguir un resultado que, en otras circunstancias, difícilmente se hubiera conseguido. Sin embargo, con frecuencia, esa dirección pontificia descontentó a todos, bien porque los conservadores no estaban dispuestos a cambiar sus exigencias, bien porque la voluntad del papa de no disgustar a los conservadores  impidió objetivamente conseguir todas las consecuencias de sus mismas premisas.

De todas maneras, en esta difícil relación conciliar entre papa y obispos, resulta necesario tener en cuenta la concepción del poder como servicio que vivió y describió este papa el día de su coronación: “ este rito habla con voz amorosa de la autoridad concedida a Pedro y a quien es su sucesor. Nos sabemos que esta autoridad, tan temida y venerada por Nos mismo, nos inviste y nos convierte en Maestro y Pastor, con plenitud, de la Iglesia romana y de la Iglesia universal. “Urbi et Orbi”, irradia nuestro divino mandato. Pero precisamente porque hemos sido elevados a la cima jerárquica de la potestad que actúa en la Iglesia militante, Nos sentimos al mismo tiempo colocados en el infinito oficio de siervo de los siervos de Dios. La autoridad y la responsabilidad se encuentran tan maravillosamente integrados, la dignidad con la humildad, el derecho con el deber, la potestad con el amor.”

Creo que se puede afirmar que Pablo VI consideró en todo momento que su responsabilidad , única en la comunidad eclesiástica, y la profunda conciencia que tenía de su dignidad, cargo y carisma, se correspondía y conjugaba en todo lo sustancial  con la concordia y solidaridad de todos los obispos. Pontificado y colegialidad se correspondían y se edificaban mutuamente en la comunidad de los creyentes.

 

El diálogo

“Pablo VI deseó siempre dialogar con el universo de las conciencias, ninguna excluida”[17].Resulta sugestivo tener en cuenta, en esta aproximación al diálogo en el pensamiento y en la actuación del papa Montini,  que los conceptos de cultura, diálogo, evangelización, humanismo y caridad, en su necesaria interrelación  nos muestran cómo el diálogo de la religión con las culturas resultaba indispensable para la evangelización[18] según su experiencia y acción  pastoral. En este mismo sentido, quiero recordar el importante documento del papa Francisco, “la alegría del Evangelio”, que en sus páginas nos muestra la profunda relación entre el pensamientode ambos pontífices. Somos conscientes, pues, de que estos papas han establecido una ecuación  sugestiva entre el deber de evangelizar propio de la Iglesia y el de dialogar con el mundo.

Pablo VI  señala, también, que “la situación actual del mundo exige una acción conjunta sobre la base de una visión clara de todos los aspectos económicos, sociales, culturales y espirituales”[19].  Se trata de una preocupación constante presente en los diversos momentos de su vida. A los pocos días de su elección, en la ceremonia de la coronación, afirmó su voluntad de iniciar “el diálogo con el mundo moderno, el diálogo con los hombres de nuestro tiempo”. Para conseguirlo, señala que “el Concilio se esforzará por establecer un puente con el mundo contemporáneo”. Este intento, consecuencia de su decisión de no separar la Iglesia de la humanidad, supuso para el papa un peso, una vocación, un tormento apostólico.

El pontificado de Pablo VI resulta complejo y poliédrico, difícil de juzgar en algunas ocasiones, encontró admiradores incondicionales, adversarios implacables y muchos que, habiéndole recibido con alegría, quedaron desconcertados en ocasiones puntuales. Considerado por algunos biógrafos como el primer papa moderno, definición siempre desconcertante, fue indudablemente el papa que se preocupó con más atención y esmero por las circunstancias difíciles en las que se movía el hombre contemporáneo y a él dedicó algunas de sus páginas más brillantes.

Este papa, con la novedad de sus viajes a los diversos continentes, expresa su deseo de encontrarse con los pueblos fuera de los condicionamientos y limitaciones tradicionales. Salir de Roma significaba tomar la iniciativa del encuentro con los hombres de su tiempo, elaborando una nueva geografía de relaciones con las Iglesias católicas locales y con las Iglesias cristianas en general. Los viajes a América Latina y a África afrontaron dos problemas vitales del catolicismo posconciliar: cómo suscitar la preocupación por el desarrollo  y la responsabilidad de los cristianos en relación con la justicia y, por otro lado, la insistencia en la concepción de la misión  desde un contexto  de inculturación:”tal como hemos declarado hace un año en África, si la Iglesia debe ser antes de nada católica, un pluralismo de expresiones en la unidad de la sustancia, es legítima y deseable en la manera de expresar una fe común en un mismo Jesucristo”[20]”. En una palabra, el papa favorece al mismo tiempo la unidad de la Iglesia y su realización en las diversas culturas de los pueblos en los que se ha implantado. “Una adaptación de la vida cristiana en el campo pastoral, ritual, didáctico y, también, espiritual, no solo es posible sino que es favorecido por la Iglesia”.

Para Pablo VI, el diálogo y las relaciones entre los pueblos, deben ser capaces de fomentar la circulación de fermentos propios de un nuevo “humanismo planetario” deben ser conscientes de la presión que la globalización técnico-económica ejercita sobre las “políticas del espíritu”, y tener en cuenta, también, de que se trata de elementos que en la situación actual son concebidos como cuestiones comunes de gran importancia estratégica para la paz y el desarrollo de los pueblos.

En otros términos, la capacidad y el sentido espiritual del cristiano puede influir en la calidad del diálogo e influir en la calidad del desarrollo humano. Exige plena comprensión y gran respeto, como tema  de identificación y confrontación y como reserva de sabiduría en las diferencias existentes entre los individuos, las religiones y las culturas. La misma pastoral diocesana podría definirse como un esfuerzo especial de situar a la Iglesia en coloquio con el mundo.

De este pontífice podemos afirmar  para muchos que lo desconocen, que su talante respetuoso y cercano no varió ni en los momentos más difíciles: recordemos el caso de la Iglesia holandesa en el que utilizó todas las mediaciones posibles para que no se radicalizasen las posturas; su sensibilidad, antes impensable, para con la reducción al estado laical de los sacerdotes secularizados; su trato delicado aunque transparente con Lefebvre; el restablecimiento cordial de sus relaciones con Suenens y Köenig. Su recepción paciente de no pocas contestaciones y, a veces, su comprensión animosa[21]. Recordemos también la aceptación de la opinión de los obispos españoles, presentada por su presidente Díaz Merchán, de la conveniencia de retrasar la beatificación de los mártires de la guerra civil con el fin de no ofrecer en aquel momento ninguna ocasión de disputas o enfrentamientos.

 

Diálogo con las culturas contemporáneas

La ruptura entre Evangelio y cultura constituye sin duda el drama de nuestra época, escribió Pablo VI en la Evangelii nuntiandi. “La síntesis entre cultura y fe no constituye únicamente una exigencia de la cultura, sino también de la fe. Una fe que no se haga cultura es una fe que no resulta plenamente acogida, enteramente pensada y fielmente vivida”, escribió años más tarde Juan Pablo II.[22]. Desde este punto de vista, que también era el suyo, Pablo VI insistió en que se tuviera en cuenta que la exclusión del Misterio transcendente y de la adhesión al Dios del amor entre los hombres no añade mayor libertad al nuevo humanismo.

El joven Montini, en su proceso de formación propia y de acompañamiento a universitarios, se encontró con profesores, intelectuales italianos y extranjeros con eclesiásticos de diversas procedencias y experiencias de estudios, filósofos, literatos y teólogos franceses, conocía la teología alemana y no pocos pensadores ingleses, y favoreció la traducción de algunos autores interesantes. La beatificación de Newman tuvo su prolegómeno en un conocimiento temprano y agradecido de Montini por Newman con quien compartió la sensibilidad exquisita y la veneración por el valor de la conciencia.

Las permanentes relaciones de Pablo VI con la cultura  consiguieron  integrar, numerosas facetas relacionadas con la Iglesia y la sociedad humana. Sugiero simplemente tener en cuenta su visión positiva de las comunidades eclesiales de base, que animó las experiencias latinoamericanas, y análogas iniciativas en África, Asia y Europa, encarnadas en las Iglesias territoriales y parroquiales. Todo esto tenía en cuenta la inculturación[23], inculturación que reconoce, favorece y respalda a estos grupos generales eclesiásticos.. Evangelii nuntiandi ofrece de una manera sugestiva y renovadora el pensamiento del papa sobre las relaciones entre Evangelio y cultura[24].

“La Iglesia mira a los artistas de la cultura humana, los hombres de estudio y de ciencia, los artistas. Con relación a ellos, profesa una gran estima y un vivo deseo de acoger sus experiencias, de fortalecer su pensamiento, de salvaguardar su libertad y de abrir a sus espíritus atormentados y apasionados el acceso al mundo espiritual de la palabra y de la gracia de Dios”[25]. En un sugestivo encuentro con artistas en la capilla Sixtina, les habló de la “amistad turbada” entre artistas e Iglesia. Fue consciente, ciertamente, del desfase existente en este campo y buscó arreglarlo.

 

Diálogo con las otras Iglesias y religiones

La actitud ecuménica ha sido una de las transformaciones más significativas posconciliares de la Iglesia católica. Montini vivió en sí mismo ese cambio, siempre desde su búsqueda de la verdad y de su convicción del puesto que ocupaba. Tanto en su época fucina como en sus años de arzobispo de Milán encontramos en sus relaciones con los protestantes y anglicanos la inflexibilidad doctrinal unida al desarrollo de actitudes personales amistosas. La primera era fruto del tiempo y la segunda corresponde al carácter y a la experiencia de Montini, quien, ya pontífice, durante el desarrollo del documento conciliar sobre Ecumenismo no quiso vencer sino convencer, no convencer como maestro sino como condiscípulo de Cristo[26]. La enseñanza y el testimonio de Pablo VI pusieron en el centro de la conciencia cristiana la cuestión del nuevo humanismo planetario. El levantamiento de las excomuniones con Constantinopla y el famoso signo de humildad de Pablo VI arrodillándose y besando los pies del representante del Patriarca de Constantinopla representan dos señales inequívocas de este cambio.

Sus palabras mostraron siempre consideración y reconocimiento: “Nos consideramos con respeto el patrimonio religioso, original y común, que, en nuestros hermanos separados, se encuentra conservado y, también, felizmente desarrollado”. El Papa utilizó en alguna ocasión la bella fórmula de san Agustín: “buscar para encontrar y encontrar para buscar de nuevo”, y esta fue su actitud durante su pontificado, seguida con habilidad por Juan Pablo II. Me parece adecuado recordar las siguientes palabras dedicadas a los jóvenes universitarios en 1927:” Quizá nuestro engreimiento por la sintética e íntegraafirmación de la intransigencia dogmática no ha estado exento de pasión, y por ello ha resultado antipático y no beneficioso (…). Incluso separados de la roca inmóvil y gloriosa de la verdad católica, los heterodoxos llevan aún una indeleble marca cristiana que les hace ser no solo dignos de nuestro amor, sino incluso de nuestra veneración”.

El papa fue muy consciente de  la sangrante oposición entre el ministerio de Pedro, que es principio irrenunciable de unidad y, al mismo tiempo, un grave factor histórico de división. ¿Cómo integrar armoniosamente todas las exigencias legítimas existentes en los diversos campos? ¿Cómo conciliar la verdad con la caridad’ No se puede renunciar a ninguno de los dos factores, ambos deben ser mantenidos con decisión. La situación sigue mostrándose compleja, pero Pablo VI partía de la convicción de que, para que el diálogo fuera fecundo, las condiciones  ineludibles previas eran el perdón mutuo, el lenguaje amistoso y la libertad religiosa. En el breve apostólico Anno ineunte (1965), desarrolla con emoción la idea de “Iglesias hermanas”, renunciando así a la idea de la Iglesia romana como madre y cabeza de todas las Iglesias. Se trata de una consecuencia expansiva de la Iglesia como comunión, que alargó los espacios de la eclesiología  y que tan importante ha sido en el concilio: “Podemos afirmar que ese espíritu ecuménico, que ha tendido a dilatar el corazón d la Iglesia católica más allá de los cuadros de su efectiva comunión jerárquica, hasta darle la dimensión universal del diseño de Dios y de la caridad de Cristo (…) este espíritu ha penetrado en el concilio: la ecumenicidad potencial ha entregado y conmovido la ecumenicidad concreta de la Iglesia reunida en el concilio”[27]  A lo largo de su pontificado se empeñó por sustituir el clima de sospecha y desconfianza entre las Iglesias por una actitud de confianza, estima y benevolencia, poniendo, para conseguirlo, su sensibilidad y su capacidad de acogida.

Me llama la atención, en este importante y complicado tema, el que Pablo VI en diversas ocasiones fuese más lejos con sus gestos que con sus palabras. Empecemos por la deposición de la tiara sobre el altar de san Pedro el día de su coronación, y recordemos de manera especial su viaje a Jerusalén y allí su encuentro, el beso y abrazo con Atenágoras, la restitución de insignes reliquias como las del apóstol Andrés a Patrás, los huesos de Tito a Creta y de san Marcos a Alejandría, o la actitud de arrodillarse ante Melitón de Calcedonia, gesto más elocuente que mil palabras y que se contrapone al gesto tradicional de besar el pie del pontífice. En 1966, al final de una celebración común con el arzobispo de Canterbury, Michael Ramsey, Pablo VI le pidió bendecir con él a la multitud presente y le puso en el dedo su propio anillo pastoral, recordando al cardenal Mercier que entregó su anillo a Lord Halifax tras las conversaciones de Malinas. ¿ Cómo se compagina este gesto con la decisión de la Iglesia sobre la nulidad de las ordenaciones anglicanas? Pablo VI a lo largo de su pontificado demostró que el compromiso de la Iglesia con el ecumenismo  proclamado en el Concilio era verdadero.

Durante su pontificado fuimos conscientesde que el diálogo interreligioso favorece el intercambio y la confrontación de ideas entre los adeptos y los jefes de fila de las diferentes religiones , fes y confesiones, en vista de reforzar el conocimiento mutuo de sus tradiciones espirituales ayudando así a la mejor comprensión de unos y otros.

 

Diálogo con las instituciones internacionales

Pablo Vi multiplicó durante su pontificado las relaciones estables de la Santa Sede con las instituciones internacionales, recibiendo en general un juicio positivo sobre su actividad en estas instituciones. Pablo VI quiso dejar en claro la distinción entre Estado del Vaticano y Santa Sede. Cuando se trataba de los intereses generales de la humanidad, era la Santa Sede quien actuaba, afirmando así la independencia de su personalidad internacional. Para Pablo VI, la diplomacia multilateral es “el camino obligado de la civilización moderna y de la paz mundial”[28]. El papa había comprendido desde su juventud la novedad del mundo moderno y la necesidad de adaptar los métodos de  acción de la Iglesia a las realidades sociales presentes.

La prospectiva del diálogo de la Iglesia con la humanidad encontró una elocuente expresión en el discurso que Pablo VI pronunció el 4 de octubre de 1965 en la Asamblea de las naciones Unidas. Ante los delegados de todos los países hizo suya “la voz de los muertos y de los vivos, del mundo superviviente a las guerras, la voz de los pobres, de los desheredados, de los sufrientes, de cuantos anhelan la justicia, la dignidad de la vida, la libertad, el bienestar y el progreso”, y renovó la llamada lanzada en diciembre de 1964 en Bombay, para que se devolviese en beneficio  de los países en vías de desarrollo una parte de lo conseguido con la reducción de los armamentos.
Pablo VI comentó en sus diálogos con Jean Guitton: “He hablado el lenguaje del amor, que hoy representa el último imperativo del hombre (…). Las circunstancias han permitido que el papa fuera escuchado en silencio, no como Papa, sino como un hombre que ha acumulado una larga experiencia, que está autorizado a pronunciar palabras simples, como si viniese de la noche de los tiempos, como un experto en humanidad”. Guitton le comentó que al verle en la sala de la ONU pensó en Pablo en el areópago, que se hizo griego con los griegos, que hablaba su lenguaje, hasta que dejó de ser comprendido. Pablo VI le respondió: “He citado a san Pablo en mi discurso, pero mi propósito no era el de evangelizar. Mi discurso discurría en otro plano, el de Sócrates. Buscaba lo justo y lo razonable, lo ecuo y lo saludable, las cosas que toda persona razonable debe pensar. Si evangelizaba, mi fundamento era un Evangelio virtual, un Evangelio en el Evangelio, que es también Evangelio de la razón y de la justicia”. Espléndido ejemplo de diálogo.

Su acción tanto en la ONU como en los diversos viajes demostraba que el papa concebía el diálogo de la Iglesia con el mundo como un proceso que, para alcanzar las situaciones humanas, pasaba también a través de los vértices institucionales, es decir, los supremos poderes políticos y su rol de Cabeza de la Iglesia. Consideraba que existía una clara relación entre el anunció cristiano y la acción diplomática de la Santa Sede. Esta preocupación por el bien común motivó la decisión de la Santa Sede de entrar a formar parte de las organizaciones internacionales dependientes de las Naciones Unidas (UNESCO, FAO, Organización Mundial de la Salud, Organización Internacional del Trabajo).

Para Pablo VI, la Iglesia a través de las organizaciones mundiales ha favorecido las pacíficas relaciones entre los pueblos, ha animado el modo respetuoso del diálogo, sustituyendo así a la confrontación bélica. En el pontificado de Pablo VI la Ostpolitik constituye en el plano internacional el aspecto, probablemente, más renovador,  más difícil y discutido. La defensa de la paz ha constituido una preocupación esencial para justificar la Ostpolitik. La fe en la virtud del diálogo, la presencia de una política de coexistencia de la URSS, los peligros de una acumulación de armamentos, llevó a la Santa Sede a asumir un rol propio en la política de distensión. No estaban dispuestos a permanecer aislados tanto en el ámbito diplomático como en el religioso. Una de las preocupaciones del papa fue la de restablecer la jerarquía en las iglesias  de los países comunistas y acompañar en cuanto fuera posible unas comunidades aisladas y maltratadas. En el fondo la Ostpolitik constituyó para algunas Iglesias cuestión de vida o muerte.

El papa demostró su convicción de la necesidad de llegar a acuerdos con estos regímenes que favoreciesen una vida eclesial más autónoma y más comprometida a favor de sus fieles. No era fácil conseguirlo ya que el comunismo mantenía su incomprensión y rechazo del hecho religioso. La Ostpolitik vaticana supuso un paso importante en la defensa de los derechos humanos y de la libertad religiosa en las naciones. El acto final de la Conferencia de Helsinki fue firmado el 1 de agosto de 1975. El VII Principio reconocía “la libertad del individuo de profesar y practicar, solo o en común con otros, una religión o un credo según el dictamen de la propia conciencia”. Cuatro días antes, en el ángelus dominical, el papa comentó:” La paz con la concordia, con la fraternidad entre las naciones, tendrá en Helsinki, con sus promesas de integración y justicia, una solemne afirmación. Debemos acogerla con esperanza, con el fin de que progrese la sicología, la pedagogía de la paz a la que debe dirigirse la convivencia humana y la civilización moderna”. El papa creó en Roma la Comisión de Justicia y Paz e instituyó el 1 de enero como día mundial de la paz.

Muchos pensaron que no era adecuada esta actuación y que los cristianos de los países comunistas quedaban más desamparados. Pablo VI fue valiente y no actuó como un político que buscase alguna ventaja, sino  que su talante e ideales tuvieron mucho que ver. Su defensa de la “civilización del amor” tuvo que ver con una actitud personal de respeto, de concordia, de escucha y de decisión de crear permanentemente lazos entre los hombres. Su enorme epistolario constituye en este sentido un espléndido muestrario de su talante y de sus principios fundamentales.

“¿Soñamos tal vez cuando hablamos de civilización del amor?. No, no soñamos. Los ideales si son auténticos, si son humanos, no son sueños: son deberes. Especialmente para nosotros cristianos”. Y en su último encuentro con los jóvenes de Acción Católica Italiana, el 20 de mayo 1978, les animó:” Nuestra finalidad consiste en construir la “civilización del amor”; pero recordad bien que nadie puede construir un mundo de amor si no es el mismo amor, el cual, al mismo tiempo, es la finalidad y el medio y, por consiguiente, la sustancia única del vivir humano con dimensión cristiana”.

Podríamos afirmar, para terminar estas palabras, que el pontificado de Pablo VI ha buscado recrear la sociedad  que desea sobre la cuádruple base de la confianza, el diálogo, la promoción de la justicia y la paz, es decir, sobre el amor a Dios y a todos sus hijos, nuestros hermanos. Este papa concibió su pontificado como una fatigosa peregrinación en búsqueda de un diálogo fraterno con el mundo entero, tarea que, por diversas causas, a menudo, no fue bien comprendido.

¿Fue un Papa de transición, como ha afirmado alguno? Ciertamente no.  Fue él quien dirigió las tres sesiones en las que se aprobaron todos los textos y fue quien lo tradujo en disposiciones e instituciones que siguen vigentes en nuestra Iglesia.

En la tumba de Adriano VI encontramos esta inscripción: “Proh dolor! Quantum refert in quae tempora vel optimi cuiusque virtus incidat!”  Es decir, “Por desgracia, incluso la labor del mejor de los hombres está a merced del tiempo en que vive”! .Henri de Lubac, al leerlo pensó, con acertada intuición, en Pablo VI, el papa cuya canonización todos esperamos...

 

 


[01] Giovanni Colombo comentó:” su don fue el diálogo personal”.

[02] Atti della commemorazione nel primo aniversario della morte di Nello Vian. Istituto Paolo VI Brescia.  Brescia 2004,p.98.

[03] Andrea Riccardi, Il Partito romano. Brescia 2007, pp.195-220.

[04] Contamos , gracias a la publicación de los epistolarios de Montini con los jóvenes fucinos Piazza, Tacci, Galloni, uno de los capítulos más interesantes del joven prelado Montini, cartas en las que da y recibe de los jóvenes,en una relación formativa recíproca. Cf. Nello Vian, L’Istituto Paolo VI, centro internazionale di studi e documentatione, en “Archiva Ecclesiae” 24-25 (1981-1982), p.161.

[05]  “Imagino y casi envidio la soberana tranquilidad de Tu espíritu, su vigilante y solícita vigilancia para lograr la perfección cristiana. Abandónate sin esfuerzo y sin precipitación a este suave esfuerzo (…) Busca en la piedad la sustancia, la realidad dogmática (…) procura no dejarte atraer o distraer por las formas, por las convenciones: ninguna aversión a los métodos, pero no te instales en ellos; consigue, sin embargo, lo que quieren dar: Dios”, escribía a un joven que dudaba si ser jesuita. Xenio Toscani, Paolo VI. Una biografía. Brescia 2014,p.81.

[06] “Effusione degli animi nella assemblea comunitaria ricchezza del nuovo rito della santa messa”, en Insegnamenti di Paolo VI, VII, 1969.

[07] E.Poulat,  Les Pretres-Ouvriers. Naissance et fin des prêtres ouvriers. París 1965

[08] A.G.Roncalli-G.B.Montini, Lettere di fede e amicizia (1925-1963). Brescia 2013.

[09]  Jean Guitton, Diálogos con Pablo VI. Madrid 1967, pp.180-181.

[10]  Andrea Riccardi, Il “Partito Romano”. Brescia 2007.

[11] Fulvio de Giorgi, Paolo VI. Il papa del Moderno. Brescia 2015

[12] G.B.Montini, La caritá della Chiesa verso i lontani, en  “Discorsi su La Chiesa” Milán1962, pp.45-61.

[13] G.B.Montini, Discorsi e scritti milanesi, I, p.31(7 diciembre1954).

[14]  Atti della commemorazione di Nello Vian. Brescia 2004, p.69.

[15]  Escribe Montini  en 1927 a Vian: “Quiero que mi vida sea un testimonio de la verdad: Entiendo por verdad la adhesión a toda realidad inteligible: Dios  summa y primera verdad, que en Sí subsiste, Padre, Hijo, Espíritu;  toda cosa que en mí o fuera de mí puede ser objeto de conocimiento y de expresión (…) Con este propósito quiero dar un expresivo significado moral a mi vida y quiero por este camino buscar mi perfección espiritual y mi salvación eterna, en consonancia con la oración de Jesús por sus discípulos: “santifícales en la verdad: tu Palabra es verdad”. (…) con ojo pío y puro buscaré en cada verdad particular reflejos de la primera Verdad”. Atti della commemorazione del primo aniversario della morte di Nello Vian. Brescia 2001, p69.

[16] Cncilio Vaticano II. Constituciones. Decretos. Declaraciones. BAC. Madrid 1966, p.984.

[17] J. Guitton,  Il mio secolo la mia vita, Milán, 1990, p.278.

[18] “El diálogo es un instrumento útil para el cumplimiento de la “misión apostólica” y un ejemplo del arte de la comunicación espiritual”(Ecclesiam suam,nn5,83).

[19] Populorum progressio, n.13).

[20]  I viaggi apostolici di Paolo VI. Brescia 2004, p.231.

[21] “Conocemos el fondo de bondad que existe en todo corazón; conocemos los motivos de justicia, de verdad, de autenticidad, de renovación, que se encuentran en la raíz de algunas contestaciones, aun cuando sean excesivas e injustificadas y, por consiguiente, reprobables; especialmente las de los jóvenes, parten generalmente de reacciones y de aspiraciones que merecen consideración y obligan a rectificar el juicio de la ética social, viciado por abusos prolongados y hoy en día insostenibles”, en Antonio Acerbi, Paolo VI. Cinisello Balsamo 1997,p.128.

[22] Carta autógrafa de fundación del Pontificcio consejo de la cultura del 20 mayo de 1982.

[23]  “No tenemos otro deseo que el de promover lo que vosotros sois: cristianos y africanos”.

[24]  De la misma manera, en la Octogesima adveniens sobresale la estrecha relación entre evangelio y promoción humana. Dirigiéndose a todos los obispos de Asia, les estimuló a preocuparse y trabajar por la “promoción humana” de manera valiente, interviniendo en la defensa de los derechos del hombre y de la justicia social en cada país.

[25] Discurso de apertura de la segunda sesión del concilio, 29 septiembre 1963.

[26]  A. Maffeis, Giovanni Battista Montini e il problema ecuménico, en “Paolo VI e l’ecumenismo”. Brescia 2001, p.47.

[27] Antonio Acerbi, Paolo VI, Cisinello Balsamo 1977, p.91.

[28]  Discurso de Pablo VI a la ONU.




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